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En la Europa medieval, el papa era la persona más influyente del continente. Todos los reyes y líderes regionales respondían ante él, ya que el poder religioso y el político eran lo mismo.
Aunque algunas luchas de poder entre Europa Occidental y Oriental habían debilitado la influencia general de la Iglesia católica, las relaciones entre ambas facciones empezaron a mejorar a principios del siglo XI y la Iglesia empezó a plantearse de nuevo la posibilidad de expandir su poder.
Por aquel entonces, Jerusalén, la ciudad más importante para el islam, el judaísmo y el cristianismo, llevaba ya unos cinco siglos bajo el dominio musulmán. Tras la caída del Imperio romano, los imperios musulmanes afianzaron su influencia en gran parte de Oriente Medio.
Alejo I Comneno, quien fuera emperador bizantino desde 1081 hasta 1118, fue el primero en proponer un avance católico unificado hacia el este. En 1095, solicitó el respaldo del Concilio de Piacenza, ya que su imperio se encontraba bajo el constante asedio de los turcos selyúcidas.
El papa Urbano II, líder del mundo católico, escuchó la petición de Alejo y empezó a organizar una expedición militar hacia la frontera bizantina, llamando a armas a todos los europeos occidentales.
La llamada a la acción de Urbano II resonó por toda Europa, suscitando la formación de ejércitos y su consecuente marcha hacia Oriente. Algunos ejércitos liderados por nobles y señores feudales tardaron un tiempo en cobrar forma, mientras que otros surgieron rápidamente a partir de comunidades locales.
El primer grupo en llegar al Imperio bizantino fue una formación masiva de campesinos liderados por Pedro el Ermitaño, un monje francés (imagen).
Pedro y su ejército llegaron al Bósforo, la frontera entre el mundo cristiano y el musulmán, antes que cualquier otro ejército experimentado y con recursos. Impulsados por la fe, cruzaron el estrecho y cargaron directamente contra el Imperio selyúcida. Como era de esperar, las fuerzas enemigas no tardaron en acabar con los campesinos, poniendo fin a la cruzada de Pedro el Ermitaño.
En junio de 1097, los principales ejércitos de la primera cruzada, liderados por Raimundo IV de Tolosa, Godofredo de Bouillón, Hugo I de Vermandois y Bohemundo de Tarento, tuvieron más suerte a la hora de adentrarse en territorio selyúcida y lograron conquistar la capital, Nicea.
Los ejércitos cruzados avanzaron rápidamente por el resto de Anatolia hasta Jerusalén. Tras un mes de asedio a la ciudad sagrada, esta cayó en sus manos en julio de 1099 y la primera cruzada culminó con una terrible masacre de civiles.
Tras conquistar la región, los líderes de los ejércitos crearon cuatro áreas de influencia conocidas como los Estados cruzados: Jerusalén, Edesa, Antioquía y Trípoli. Una vez se establecieron, gran parte de las tropas abandonaron la región y regresaron a Europa Occidental.
Durante casi 50 años, las fuerzas cristianas gobernaron Tierra Santa y las regiones vecinas. Con el tiempo, sin embargo, los turcos musulmanes tuvieron pequeñas victorias en su propia misión sagrada de reconquistar Jerusalén.
En 1144, las fuerzas turcas musulmanas lideradas por el general selyúcida Zengi lograron hacerse con el control del reino de Edesa, adentrándose así en el territorio de los Estados cruzados. Cuando la noticia de esta derrota llegó a oídos de Occidente, cundió el pánico entre los líderes cristianos, quienes orquestaron una segunda cruzada en 1147.
Esta estuvo liderada por dos monarcas: Luis VII de Francia (imagen) y Conrado III de Alemania. Los reyes no tardaron en ir hacia el este con sus ejércitos para evitar la reconquista de Tierra Santa por parte de los musulmanes.
Creyendo que la segunda conquista de Oriente Próximo sería tan fácil como la primera, los dos reyes acudieron a la batalla sin estar preparados y las fuerzas selyúcidas diezmaron sus tropas en el primer encuentro, que tuvo lugar en la ciudad de Dorilea.
Tras la derrota, los ejércitos reales se retiraron, se reagruparon en Jerusalén y volvieron a la carga con un destacamento de 50.000 soldados, esta vez en Damasco.
Fue allí, por desgracia para Europa y la Iglesia, donde los ejércitos de los reyes fueron derrotados en 1149. Las fuerzas turcas musulmanas aniquilaron a los soldados y la segunda cruzada llegó a su fin sin el cambio de poder en Tierra Santa que los europeos tanto anhelaban.
Durante la segunda cruzada, Europa solo obtuvo una victoria significativa. Los moros musulmanes se habían hecho con casi todo el control de la Península Ibérica, pero tras un asedio de cuatro meses, los ingleses y portugueses lograron prevalecer en Lisboa en 1147. Con el tiempo, esta ciudad acabaría por convertirse en la capital del Reino de Portugal.
Durante la segunda cruzada y las décadas posteriores, los ejércitos cristianos lograron controlar los tres Estados cruzados restantes mientras intentaban conquistar Egipto.
El líder egipcio, Saladino, respondió a esta agresión abriéndose paso entre las fuerzas enemigas en 1187 hasta alcanzar Jerusalén, la cual había estado bajo el control de la Iglesia desde la primera cruzada. Una vez allí, expulsó a los líderes cristianos y reinstauró el gobierno musulmán.
Esta gran derrota dio pie a la tercera cruzada, también conocida como la cruzada de los reyes, encabezada por Felipe II de Francia, Ricardo I de Inglaterra (imagen) y Federico I Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Este último no sobrevivió a la expedición hacia Oriente.
El ejército de Ricardo I derrotó a las tropas de Saladino en la batalla de Arsuf y recuperó gran parte del territorio que rodeaba Jerusalén, aunque no se sintió con fuerzas suficientes como para intentar tomar la ciudad.
La tercera cruzada acabó en 1192, cuando Ricardo y Saladino firmaron el Tratado de Jafa. Esto hizo que los cristianos recuperasen el reino de Jerusalén, si bien Saladino permaneció como gobernador de la ciudad. Este acuerdo también garantizaba el paso seguro de los ciudadanos cristianos durante los peregrinajes religiosos.
Pero como era de esperar, la Iglesia no honró este acuerdo durante mucho tiempo. En 1202, el papa Inocencio III organizó una cuarta cruzada con el objetivo de reconquistar Jerusalén en nombre del cristianismo.
De la que se dirigía al este, la cuarta cruzada se desvió hacia Constantinopla tras llegar a un acuerdo con el príncipe Alejo Ángelo. Este estipulaba que Alejo se convertiría en el nuevo emperador bizantino cuando los cruzados lograsen derrocar a su tío a cambio de apoyo militar y financiero.
El subsiguiente asedio y saqueo de Constantinopla en 1203 provocó la caída de una de las metrópolis más espléndidas y sofisticadas del mundo cristiano. Este suceso marcó el comienzo del fin del Imperio bizantino.
Tras arrebatarle el trono a su tío, Alejo se encontró con una fuerte resistencia por parte de la clase gobernante y de las clases más bajas del Imperio bizantino. Fue estrangulado antes de que pudiese cumplir la promesa que les había hecho a los cruzados. Sin embargo, estos saldaron la cuenta pendiente saqueando la ciudad y prendiéndole fuego (lo que provocó gran parte de su destrucción).
Para 1203, el propósito original de las cruzadas había pasado a un segundo plano, reemplazado por la avaricia y la sed de poder. Cualquier justificación de la violencia y la destrucción perpetradas por los cruzados para retomar la ciudad sagrada de Jerusalén había caído en el olvido y los ejércitos regresaron directamente a casa tras la derrota de Constantinopla.
A lo largo del siglo XIII aún tuvieron lugar otras campañas militares cristianas de menor envergadura, entre ellas la sangrienta sexta cruzada, tras la cual se recuperó Jerusalén de forma meramente diplomática. La cuarta cruzada, sin embargo, puso fin a una época, ya que los enfrentamientos entre reinos y civilizaciones pasaron a manifestarse de otras maneras.
Fuentes: (History) (History Today) (Britannica)
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